martes, 28 de octubre de 2008

“Manual de Urbanidad y Buenas Maneras” de Manuel A. Carreño

Ubiquémonos:

Manuel Carreño (1812–1874) era venezolano y escribía para la sociedad de su época, pero ‘sociedad’ debe entenderse aquí con un sentido limitado: la gente acomodada, adinerada, la que tenía medios para vivir bien.

Los demás, los pobres, el vulgo, aunque fueran ciudadanos no eran los destinatarios de sus enseñanzas pues eran considerados, precisamente, vulgares, ordinarios, groseros; la educación no era algo que se esperara de ellos y por eso no les estaba destinada (tampoco lo está en la actualidad, aunque por otras razones).

Y ahora pensemos un poco y saquemos algunas conclusiones.

¿Quiénes eran los miembros de esa sociedad? ¿Era la población originaria de América o eran extranjeros?
Eran extranjeros, la mayoría europeos y sus descendientes nacidos en América.

¿Y quiénes eran los europeos que habían emigrado a América, los ricos o los pobres?
Los pobres, los que buscaban medrar, pues en sus países no tenían nada (tampoco educación); si no, se hubieran quedado en ellos.

Esa gente debe de haber sido, en general, arriesgada, más o menos trabajadora y más o menos dispuesta a todo, pues si no, no se hubieran movido de sus tierras.

Llegaron a América, se instalaron como pudieron y comenzaron a trabajar; y muchos lograron convertirse en personas adineradas, nuevos ricos que aspiraban a parecerse a los ricos de toda la vida que existían en Europa y a vivir como ellos, pero... les faltaba educación.
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Y para esa gente que quería parecer fina, elegante, política, Carreño escribió en 1854 su Manual de Urbanidad y Buenas Maneras, que llegaría a ser un clásico; leyéndolo, uno/a puede imaginar cómo eran (!) sus educandos.

El uso del manual se extendió por varios países y durante largo tiempo –hasta bien entrado el siglo XX– fue de enseñanza obligatoria en las escuelas, en especial en las de señoritas; así que podemos seguir imaginando hasta qué punto esa gente seguía siendo bruta –además de hipócrita, MUY hipócrita–.

Con preceptos que enseñaban a hombres y mujeres a ser remilgados y gazmoños –como sin duda no lo eran los aristócratas a los que se tomaba como modelos–, Carreño trataba de civilizar a una sociedad adinerada, pretendidamente pulcra, delicada, exquisita, pero que se sonaba las narices con la servilleta, escupía en el suelo en cualquier sitio –incluso sobre las alfombras de las salas–, y en muchos casos arrojaba al patio o a la calle las aguas de sus tazas de noche –que digo ‘aguas’ porque ‘excrementos’ era palabra proscripta–; porque esas personas tan finolis, sépalo de una vez, vivían entre la mugre, y por supuesto no tenían inodoros, que todavía no se habían inventado.

¡Ah! pero eso sí, avisaban: ¡Agua va! (y mejor que el caminante tuviera buenos reflejos).

Además, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XIX tampoco se había inventado el papel higiénico –y mucho menos el bidet– así que la gente, por más delicada que fuera, se las arreglaba con trocitos de tela, por ejemplo; y aquí paramos de imaginar porque la escatología no me gusta en absoluto.

En este blog hay otras notas acerca de Carreño, con transcripciones textuales de su famoso manual, que puede encontrar fácilmente utilizando las Etiquetas.

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